9 de enero de 2024

Hoyuelos

Los hoyuelos no querían escaparse del rostro de Alejandra. Hacía mucho que sus abuelos entrerrianos no venían a visitarla a Buenos Aires. Doña Valeria la abrazaba con fuerza y la hamacaba, diciéndole casi sin voz “pobrecita, mi niña”. Don José, con un gesto mínimo acarició el cabello dorado de su nieta mientras veía a Cristina rellenando un bolso con las cosas de Juan. Y Marcelo, su hermano cinco años mayor, miraba la televisión para evitar toda esa escena que ya entendía de pé a pá.

Alejandra se fue a poner el traje de baile clásico para mostrarle a la visita cómo era la coreografía del Lago de los Cisnes que unas semanas atrás había interpretado en un teatro de la capital. Ella, aún sabía controlar cada milimétrico rincón de ese cuerpo que recién tenía diez años: se deslizaba con los pies en punta, los brazos arqueados, cruzados por delante del pecho, el mentón estilizado. Hasta se podía entrever el hilo que ella creaba por sobre su cabeza para lograr crecer unos centímetros más.

“Después le mostrás”, decía la madre mientras renegaba con el cierre del bolso y doña Valeria le decía “no, dejala, que me muestre ahora, pobrecita ella, ¿qué culpa tiene”? Y la miraba con unos ojos enormes y llenos de lágrimas que la nena interpretaba como emoción. En ese momento, llegó la tía Azucena con su marido Paco y su hija Estrella, unos años menor que Alejandra, pero muy cercanas a la hora del juego y las confidencias. Azucena y Estrella esperaron a que terminase la función mientras Paco se fue afuera con Juan a conversar. Cuando la nena terminó, todos aplaudieron, Estrella la abrazó y le dijo que la buscaban para ir al Parque Sarmiento. “Pero están mis abuelos de Entre Ríos”, dijo Alejandra y los abuelos le dijeron que igual ellos ya se iban en un ratito, que disfrute y vaya con la prima a pasear, pero que antes les dé un abrazo grande grande.

A la nena le encantaban los abrazos de sus abuelos, porque, al tenerlos lejos, era más el tiempo que los extrañaba que el que los podía sentir. Y mientras los abrazaba, con los hoyuelos doliéndole en la cara por tanta felicidad, le dijeron que lo salude al papi ya que viajaría con ellos a Entre Ríos. Alejandra, sin pensarlo, fue y lo abrazó como siempre y, con la emoción de ir al parque, nunca jamás pudo recordar si hubo en ese abrazo algo diferente o alguna palabra específica. Sólo la subieron al auto, con algo de ropa para cambiarse, y se fue a pasar una tarde más con su prima como casi todas las semanas en el último tiempo.

Al regresar, la vida le había cambiado para siempre. Le había cambiado abruptamente para siempre y el recuerdo del Lago de los Cisnes se transformaba en un mar de lágrimas. Dejó la danza clásica. Después comenzó patín. Necesitaba el vértigo de la velocidad azotándole la cara y los porrazos en las rodillas. Con el tiempo, empezó a competir y eligió a Piazzolla como la banda sonora de esas coreografías que interpretaba con el alma, porque sólo los bandoneones lograban traducir con exactitud esa eterna nostalgia por los hoyuelos que arrastraba por el resto de sus días. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario